Se casaba una sobrina de mi mujer, a esa edad en la que las jóvenes dejan de serlo y se convierten en solteronas. Hasta poco antes, la pobrecita se había negado a la vida, pero luego, las presiones de la familia la habían inducido a regresar y, renunciando a su deseo de pureza y de religión, había aceptado hablar con un joven que la familia le había elegido como un buen partido. Inmediatamente después, adiós a la religión, adiós a los sueños de virtuosa soledad. La fecha de la boda había sido establecida aun más próxima de cuanto hubieran deseado los parientes. Y ahora estábamos sentados alrededor de la mesa, celebrando la cena de vigilia de la boda.
Yo, como buen viejo licencioso, reía. ¿Qué había hecho el joven para inducirla a cambiar tan pronto de idea? Probablemente la había tomado entre sus brazos para hacerle sentir el placer de vivir y, más que convencerla, la había seducido. Por eso había que desearles tantas cosas buenas. Todos, cuando se casan, lo necesitan, pero esa joven más que nadie. Qué desastre si un día lamentara haber permitido que la lanzaran a esa vida a la que por instinto había rechazado. Y yo también acompañé algún vaso con augurios que incluso supe inventar para ese caso especial: "Vivan contentos uno o dos años, que los demás los soportarán más fácilmente gracias al reconocimiento de haber gozado. De la alegría queda el lamento, que también es un dolor, pero un dolor que cubre el fundamental, el verdadero dolor de la vida."
La novia no parecía necesitar tantos augurios. Mas bien parecía tener la cara absolutamente cristalizada en una expresión de abandono y confianza. Sin embargo, era la misma expresión que ya había mostrado cuando proclamaba su voluntad de retirarse a un claustro. Esta vez también había hecho un voto, el de estar contenta toda la vida. En este mundo hay gente que siempre hace votos. ¿Iba ella a cumplir éste mejor que el anterior?
Los demás, alrededor de la mesa, sonreían naturalmente, como siempre ocurre con los espectadores. A mí, la naturalidad me faltaba por completo. Para mí también se trataba de una noche memorable. Mi mujer había logrado que el doctor Paoli, como excepción, me permitiera comer y beber como a todos los demás. Era la libertad más preciada porque inmediatamente después volverían a quitármela. Y me porté exactamente como esos jovencitos a los que se les dan por primera vez las llaves de la casa. Comía y bebía no por sed o por hambre, sino ávido de libertad. Cada bocado, cada trago, afirmaban mi independencia. Abría la boca más de cuanto era necesario para recibir cada pedazo de comida y el vino pasaba de la botella al vaso, hasta desbordar, y no lo dejaba reposar más que un instante. Sentía un irrefrenable deseo de moverme y, clavado en esa silla, tuve ganas de correr y saltar como un perro liberado de la cadena.
Mi mujer agravó la situación contándole a su vecina el régimen al que estaba sometido, mientras mi hija Emma, quinceañera, la escuchaba y se daba importancia completando las indicaciones de su madre. ¿Querían recordarme la cadena hasta en el momento en que me la habían quitado? Y describieron toda mi tortura: cómo pesaban ese trocito de carne que se me concedía al mediodía, privándolo de todo sabor, mientras que a la noche no necesitaban pesar nada, ya que la cena se componía de un panecillo con una rebanada de jamón y un vaso de leche caliente sin azúcar, que me causaba náuseas. Mientras hablaban, yo criticaba la ciencia del doctor y el cariño de ellas. En efecto, si mi organismo estaba tan deteriorado, ¿como podía admitirse que esa noche, imprevistamente, por el hecho de que hubieran logrado casar a alguien que por elección no lo deseaba, pudiese tolerar tanta comida indigesta y dañina? Y bebiendo, me preparaba para la rebelión del día siguiente. Ya iban a ver.
Los otros se dedicaban al champagne, pero yo, tras beber alguna copa para responder a los brindis, había vuelto al vino de mesa, un vino de Istria, seco y sincero, que un amigo de la casa había enviado para la ocasión. Amaba ese vino como se aman los recuerdos y no desconfiaba de él ni me sorprendía que, a pesar de darme la gloria y el olvido, aumentara en mi ánimo la cólera.
¿Cómo no enojarme? Me habían hecho pasar un período de vida sumamente desgraciado. Asustado y humillado, había dejado morir todo instinto generoso para dar lugar a las pastillas, las gotas y los polvitos. Ya no socialismo. ¿Qué podía importarme si la tierra, contrariamente a cualquier conclusión científica más iluminada, seguía siendo objeto de propiedad privada? ¿Si por ello a muchos les faltaba el pan de cada día y esa parte de libertad que debería adornar cada jornada del hombre? ¿Acaso yo tenía lo uno y lo otro?
Aquella bendita noche traté de reconstruirme. Cuando mi sobrino Giovanni, un hombre gigantesco que pesa más de cien kilos, con su voz estentórea empezó a contar ciertas historias sobre su propia astucia y la ingenuidad de los otros en los negocios, encontré en mi corazón el antiguo altruismo.
-¿Qué harás -le grité- cuando la lucha entre los hombres deje de ser una lucha por el dinero?
Por un instante, Giovanni quedó atontado por la densidad de mi frase, que caía imprevistamente para sacudir su mundo. Me miró fijo, con los ojos agrandados por los anteojos. Buscaba en mi cara alguna explicación para orientarse. Todos lo miraron, esperando reír con alguna de sus respuestas de materialista ignorante e inteligente, con una de esas respuestas de los espíritus ingenuos y maliciosos que siempre sorprenden, aunque ya se estilaran antes de que las dijera Sancho Panza. Ganó tiempo diciendo que si el vino solía alterar la visión del presente, a mí, en cambio, me confundía el futuro. Era una salida, pero después creyó haber encontrado algo mejor y gritó:
-Cuando ya nadie luche por el dinero yo lo tendré todo, todo sin luchar.
Hubo muchas risas, especialmente por un gesto repetido de sus grandes brazos, que primero extendió abriendo las palmas y luego encogió cerrando los puños, para dar a entender que había aferrado el dinero que a él fluía por todos lados.
La discusión prosiguió y nadie se dio cuenta de que, cuando no hablaba, yo bebía. Y bebía mucho y hablaba poco, compenetrado en escudriñar en mi interior para ver si finalmente se llenaba de benevolencia y de altruismo. Ese interior quemaba levemente. Pero era un calor que luego se difundiría en una agradable tibieza, en el sentimiento de juventud que el vino produce, lamentablemente, sólo durante un breve lapso. Y, a la espera de ello, le grité a Giovanni:
-Cuando recojas el dinero que los otros rechacen, te meterán en la cárcel.
Pero Giovanni gritó:
-Y yo corromperé a los carceleros y haré encarcelar a quienes no tengan dinero para corromperlos.
-Pero el dinero ya no corromperá a nadie
-Entonces, ¿por qué no dejármelo?
Me enojé desmedidamente.
-Te apresarán -aullé-. No mereces otra cosa. La cuerda al cuello y grillos en las piernas.
Me detuve asombrado. Pensé que no había dicho exactamente lo que pensaba. ¿Yo era realmente así? No, por cierto. Reflexioné: ¿cómo volver a sentir afecto por todos los seres vivos, entre los que también figuraba Giovanni? Le sonreí de inmediato, haciendo un esfuerzo enorme por corregirme, perdonarlo y amarlo. Pero él me lo impidió, porque no reparó en mi sonrisa benévola y dijo, como resignándose a constatar una monstruosidad:
-Claro, todos los socialistas acaban, en la práctica, por recurrir al oficio de carnicero.
Me había ganado, pero lo odié. Daba vuelta toda mi vida, hasta la anterior a la intervención del médico, que nostálgicamente recordaba como tan luminosa. Me había ganado por haber revelado la misma duda que, aun
antes de sus palabras, había experimentado con tanta angustia.
Y en seguida sufrí otro castigo.
-Qué bien está -había dicho mi hermana, mirandome complaciente, y fue una frase infeliz, porque mi mujer, en cuanto la oyó, entrevió la posibilidad de que ese excesivo bienestar que me coloreaba la cara degenerase
en similar malestar.
Se asustó como si en ese momento alguien le hubiese avisado de un peligro inminente y me asalto con violencia:
-¡Basta, basta -chilló-, fuera ese vaso!
Invocó entonces la ayuda de mi vecino un tal Alberi, que era uno de los hombres mas altos de la ciudad, flaco, seco y sano, pero anteojudo como Giovanni.
-Sea bueno, sáquele ese vaso de la mano. -Y, en vista de que Alberi dudaba, le dijo angustiada:
-Señor Alberi, sea bueno, quítele ese vaso.
Yo quise reír, porque intuí que en ese momento a una persona educada le cuadraba reír, pero no pude. Había preparado la rebelión para el día siguiente y no tenía la culpa si estallaba de inmediato. Esas reprobaciones en público eran realmente ultrajantes. Alberi, a quien le importaba un cuerno de mí, de mi mujer y de toda esa gente que le daba bebida y comida, empeoró mi situación dándole un matiz ridículo. Miró por encima de sus anteojos el vaso que yo apretaba, acercó las manos como si estuviera decidido a arrancármelo y finalmente las retiró con un gesto vivaz, como si yo, que lo miraba, le infundiera miedo. Todos se rieron a mis espaldas; Giovanni, con una risa sonora que le quitaba el aliento.
Mi hija Emma pensó que su madre necesitaba ayuda. Con un acento que me pareció exageradamente suplicante, dijo:
-Papito, no bebas más.
Y fue sobre esa inocente que recayó mi cólera. Le dije palabras duras y amenazadoras dictadas por el resentimiento de viejo y de padre. Los ojos se le llenaron de lágrimas y su madre dejó de ocuparse de mí para dedicarse a consolarla. Mi hijo Ottavio, de trece años, corrió en ese momento hacia la madre. No se había dado cuenta de nada, ni del dolor de la hermana ni de la disputa que lo había provocado. Quería pedir permiso para ir al día siguiente al cine con sus compañeros, que acababan de proponérselo. Pero mi mujer no lo escuchaba, ya que estaba enteramente absorbida en la tarea de consolar a Emma. Yo quise afirmarme con un acto de autoridad y le grité mi permiso:
-Sí, claro, irás al cine. Te lo prometo yo y basta.
Ottavio, sin oír nada más, regresó con sus compañeros luego de haberme dicho:
-Gracias, papá.
Qué lástima de prisa. Si se hubiera quedado con nosotros me habría aliviado con su alegría, fruto de mi acto de autoridad.
Alrededor de esa mesa el buen humor se diluyó durante algunos instantes y yo sentí que también estaba en falta con la novia, para la que ese buen humor debía ser un augurio y un presagio. En cambio, era la única que entendía mi dolor, o así me pareció. Me miraba casi maternalmente, dispuesto a perdonarme y a acariciarme. La joven siempre había tenido aspecto de seguridad en sus juicios.
Como cuando deseaba la vida de los claustros, ahora se creía superior a todos por haber renunciado. Se erguía sobre mí, sobre mi mujer y sobre mi hija. Nos compadecía, y sus hermosos ojos grises se posaban en nosotros, serenos, para tratar de encontrar la falla que, en su opinión, no podía faltar dónde había dolor.
Esto hizo recrudecer mi rencor hacia mi mujer, cuya dignidad nos humillaba de ese modo. Nos hacía inferiores a todos, hasta a los mas mezquinos de esa mesa. Allá, al fondo, también los chicos de mi cuñada habían dejado de hablar y comentaban lo ocurrido inclinando sus cabecitas.
Agarré el vaso dudando entre vaciarlo o romperlo contra la pared o, tal vez, contra los vidrios del frente. Por fin lo bebí de un trago. Este era el acto más enérgico, en la medida en que aseveraba mi independencia: me pareció el mejor vino que había tomado en toda la noche. Prolongué el gesto sirviéndome otro vaso, del que también bebí un poco. Pero la alegría se negaba a venir y toda la vida que animaba mi organismo era un intenso rencor. Se me ocurrió algo gracioso. Mi rebelión no bastaba para aclarar todo. ¿No podría proponerle a la novia que se rebelara conmigo? Por suerte, justo en ese momento ella le sonrió dulcemente al hombre que estaba a su lado. Y yo pensé: "Esta muchacha todavía no sabe y está convencida de que sabe."
Recuerdo aún que Giovanni dijo:
-Pero déjenlo beber, por favor. El vino es la leche de los viejos.
Lo miré frunciendo la cara para simular una sonrisa, pero no fui capaz de sentir simpatía por él. Sabía que no lo impulsaba más que el buen humor y que quería conformarme, como a un niño impaciente que molesta en una reunión de adultos.
Luego bebí poco y sólo cuando me miraban; ya no hablé. A mi alrededor todos vociferaban jocosamente y eso me fastidiaba. No escuchaba, pero era difícil no oír. Había estallado una discusión entre Alberi y Giovanni, y todos se divertían viendo pelear al hombre gordo con el flaco. Ignoro de qué trataba la discusión, pero a ambos les oí palabras bastante agresivas. Vi a Alberi de pie que, tendido hacia Giovanni, acercaba sus anteojos casi hasta el centro de la mesa, muy próximo a su adversario. Este desparramaba cómodamente sus ciento veinte kilos en un sillón que le habían ofrecido, en broma, al terminar la cena, y lo miraba atento, como buen bromista que era, con aire de estudiar adonde iba a asestar su propia estocada. Pero Alberi también se veía lindo, tan seco y no obstante sano, movedizo y sereno.
Recuerdo los buenos deseos y los interminables saludos en el momento de la separación. La novia me besó con una sonrisa que siguió pareciéndome maternal. Acepté ese beso distraído. Especulaba acerca del momento en que me sería permitido explicarle algunas cosas de esta vida.
De pronto, alguien nombró a una amiga de mi mujer y antigua amiga mía: Anna. No sé quién lo hizo ni con qué propósito, pero sé que fue el último nombre que oí antes de que los invitados me dejaran en paz. Hacía años que acostumbraba verla junto a mi mujer, y la saludaba con la amistad y la indiferencia de la gente que no tiene ninguna necesidad de protestar por haber nacido en la misma ciudad y en la misma época. Pero precisamente entonces recordé que muchos años antes ella había sido mi único delito de amor. La había cortejado casi hasta el momento de casarme con mi mujer. Pero luego de mi traición, que había sido brusca, tanto que no había tratado de atenuarla ni siquiera con una palabra, no volvimos a hablar de eso, pues ella se había casado poco después y había sido muy feliz. No había participado de la cena por una leve gripe que la obligaba a guardar cama. Nada grave. Extraño y grave era, en cambio, que yo recordara ahora mi delito de amor, que agravaba el peso de mi conciencia ya tan turbada. Tuve realmente la sensación de que en ese momento mi antiguo delito recibía su castigo. Desde su cama de convaleciente oía protestar a mi víctima: "No sería justo que fueras feliz".
Me dirigí a mi habitación muy abatido. Estaba confundido porque no me parecía bien que mi mujer fuese la encargada de vengar a quien ella misma había suplantado.
Emma vino a darme las buenas noches. Estaba sonriente, rosada, fresca. Su breve montoncito de lágrimas se había disuelto en una reacción de alegría, como ocurre en todos los organismos sanos y jóvenes. Yo, desde hacía un tiempo, comprendía el alma de los otros, y la de mi hija, además, era agua transparente. Mi escena de furia había servido para conferirle importancia frente a todos y lo gozaba con plena ingenuidad. Le di un beso y estoy seguro de que pensé que era una suerte para mí que estuviese tan feliz y contenta. Claro que, para educarla, hubiera debido advertirle que no se había comportado con suficiente respeto. Pero no hallé las palabras adecuadas y opte por callar. Ella se fue, y de mi intento por encontrar esas palabras sólo quedó una preocupación, una confusión un esfuerzo que me acompañó durante algún tiempo. Para tranquilizarme pensé: "Le hablaré mañana. Le diré mis razones". Pero no dio resultado. Yo la había ofendido y ella me había ofendido a mí. Aunque el hecho de que ella ya no pensara en eso, mientras que yo no dejaba de hacerlo, era una nueva ofensa.
Ottavio también vino a saludarme. Extraño muchacho. Nos saludó a mí y a su madre casi sin vernos. Ya había salido cuando lo detuve con mi grito:
-¿Te alegra poder ir mañana al cine?
Se detuvo, se esforzó por recordar y, antes de retomar su camino, dijo secamente:
-Sí. -Él tenía mucho sueño.
Mi mujer me alcanzó la caja de las píldoras.
-¿Son éstas? -le pregunté con una máscara de hielo en la cara.
-Sí, claro -dijo ella gentilmente. Me miró tratando de indagar y, al no poder adivinar, me preguntó con duda-:
¿Estás bien?
-Muy bien -aseguré con decisión, quitándome una bota. Y justo entonces el estómago empezó a arderme tremendamente. "Esto es lo que ella quería", pensé, con una lógica que sólo ahora pongo en duda.
Tragué la píldora con un sorbo de agua y sentí un leve alivio. Besé maquinalmente a mi mujer en la mejilla. Era un beso que podía acompañar a las píldoras. Tenía que dárselo si quería ahorrar discusiones y explicaciones. Pero no fui capaz de reposar sin antes haber precisado mi posición en la lucha que, para mí, no había cesado; así que en el momento de meterme en la cama, dije:
-Creo que las pildoras serían más eficaces si las tomara con vino.
Apagué la luz y pronto la regularidad de su respiración me anunció que ella tenía la conciencia tranquila, es decir, pensé de inmediato, la indiferencia más absoluta en todo lo que me atañía. Había esperado ansiosamente ese momento y en seguida me dije que era libre para respirar ruidosamente, como parecía exigir el estado de mi organismo, o, tal vez, de sollozar, como hubiera deseado en mi abatimiento. Pero la aflicción, en cuanto se liberó, devino una aflicción aun más verdadera. Aparte, esta no era una libertad. ¿Cómo desahogar la ira que rebullía en mí? No podía más que rumiar lo que iba a decirles a mi mujer y a mi hija al día siguiente: "¿Se preocupan tanto por mi salud cuando se trata de romperme la paciencia en presencia de todo el mundo?" ¡Por favor! Mientras yo me encolerizaba solitario en mi cama ellas dormían serenamente. ¡Qué ardor! Había invadido mi organismo a lo largo de un vasto tramo que terminaba en la garganta. Sobre la mesita de luz debía estar la botella de agua y alargué la mano para alcanzarla. Pero choqué contra el vaso vacío y ese leve tintineo bastó para despertar a mi mujer. Claro, si siempre duerme con un ojo abierto.
-¿Estás mal? -me preguntó en voz baja.
Dudaba de haber oído bien y no quería despertarme. Un poco lo adiviné, pero le atribuí la extravagante intención de gozar con ese mal, que no era más que la prueba de que ella había tenido razón. Renuncié al agua y me recosté, quieto, quieto. Ella retomó su sueño leve, que le permitía vigilarme.
En suma, si no quería perder en la lucha con mi mujer, tenía que dormirme. Cerré los ojos y me acurruqué de costado. De inmediato tuve que cambiar de posición. Me obstiné y no abrí los ojos. Pero cada posición sacrificaba una parte de mi cuerpo. Pensé: "La forma del cuerpo no permite dormir". Era yo todo movimiento, todo vigilia. Quien corre no puede pensar en el sueño. Estaba agitado por la corrida y en los oídos retumbaba el ruido de mis pasos: zapatones pesados. Pensé que tal vez me movía en la cama con demasiada suavidad como para poder lograr de una vez y con todos mis miembros una posición cómoda. No había que buscarla. Bastaba con dejar que cada cosa encontrara el lugar debido a su forma. Me di vuelta con gran violencia. Mi mujer murmuró en seguida:
-¿Estás mal?
Si hubiera dicho otra cosa le habría contestado pidiendo ayuda. Pero no quise responder a esas palabras ofensivas que aludían a nuestra discusión. Quedarse quieto tenía que ser muy fácil. ¿Qué dificultad puede haber en yacer, yacer realmente en la cama? Repasé todas las grandes dificultades con las que tropezamos en este mundo y comprobé que, realmente, respecto de cualquiera de ellas, yacer inerte era una tontería. Cualquier carroña sabe quedarse quieta. Mi determinación inventó una posición complicada, pero increíblemente tenaz. Apreté los dientes en la parte superior de la almohada y me volví de modo que también el pecho apoyara sobre ella, mientras la pierna derecha salía de la cama y llegaba casi hasta tocar el suelo y la izquierda se ponía rígida, clavándome a la cama. Sí. Había descubierto un nuevo sistema. No era yo quien aferraba la cama sino ella la que me aferraba a mí. Y esta convicción de mi inercia hizo que aun cuando la opresión aumentó yo siguiera sin aflojar. Cuando por fin tuve que ceder me consolé con la idea de que había transcurrido una parte de esa noche horrenda y tuve también el premio de que, liberado de la cama, me sentí aliviado como un luchador que se ha salvado de una paliza del adversario.
Después, no sé durante cuánto tiempo me quedé quieto. Estaba cansado. Con sorpresa me percaté de un extraño resplandor en mis ojos cerrados, de un remolino de llamas que supuse producidas por el incendio que sentía dentro de mí. No eran llamas verdaderas, sino colores que las estimulaban. Y luego se mitigaron y se recompusieron en formas redondeadas, es más, en gotas de un líquido viscoso, que pronto se tornaron azules, agradables, pero rodeadas por una roja franja luminosa. Caían desde un punto en lo alto, se alargaban y, descolgándose, desaparecían abajo. Fui el primero en pensar que esas gotas podían verme. En seguida, para verme mejor, ellas se convirtieron en un montón de ojitos. Mientras se alargaban cayendo, se formaba en su centro un circulito que, sacándose el velo azul, descubría un verdadero ojo, malicioso y malévolo. Estaba rodeado por una multitud que no me quería. Me rebelé en la cama gimiendo e invocando:
-¡Dios mío!
-¿Te sientes mal? -preguntó de inmediato mi mujer
Debe haber transcurrido un tiempo antes de mi respuesta. Pero después comprobé que ya no yacía en la cama, sino que ésta se había convertido en una pendiente por la que me estaba deslizando, y a la que me mantenía aferrado. Grité:
-Estoy mal, muy mal.
Mi mujer había encendido una luz y estaba a mi lado con su rosado camisón. La luz me dio confianza y tuve claro que había dormido y que acababa de despertarme. La cama se había enderezado y yo yacía en ella sin esfuerzo. Miré a mi mujer sorprendido, porque ahora, puesto que comprendía que había dormido, no estaba seguro de haber invocado su ayuda.
-¿Qué quieres? -le pregunté.
Ella me miró adormecida, cansada. Mi invocación había bastado para hacerla saltar de la cama, no para quitarle las ganas de reposar, frente a lo cual ni siquiera le importaba tener razón. Para apurar un poco las cosas, preguntó:
-¿Quieres las gotas para dormir que te ha recetado el doctor?
Dudé, aunque el deseo de sentirme mejor era muy fuerte.
-Si te parece -dije, tratando de parecer resignado.
Tomar las gotas no equivale a confesar que se está mal.
Luego, durante un instante gocé de una enorme paz. Duró hasta que mi mujer, en su camisón rosado, a la leve luz de la candela, se puso a mi lado para contar las gotas. La cama era una verdadera cama horizontal, y los párpados, si los cerraba, bastaban para suprimir toda luz en los ojos. Pero yo los abría de vez en cuando y esa luz y el rosado de ese camisón me proporcionaban tanto alivio como la oscuridad total. Ella no quiso prolongar ni un minuto su asistencia y fui arrojado a la noche para seguir luchando solo por la paz. Recordé que, cuando era joven, para apurar el sueño me obligaba a pensar en una vieja feísima que me hacia olvidar las estupendas visiones que me obsesionaban. Ahora en cambio, se me concedía invocar sin peligro a la belleza que por cierto me ayudaría. Era la ventaja -la única- de la vejez. Y pensé, llamándolas por su nombre en varias hermosas mujeres, deseos de mi juventud, de una época en la que las bellas mujeres habían abundado de manera increíble. Pero no vinieron. Ni siquiera entonces se me concedieron. Y evoqué, evoqué, hasta que de la noche salió una hermosa figura: Arma, precisamente ella, tal como era muchos años antes; pero la cara, su bella y rosada cara, tenía una expresión de dolor y reproche. Porque no quería darme paz, sino remordimiento. Eso estaba claro. Y dado que estaba presente discutí con ella. Yo la había abandonado, pero ella en seguida se había casado con otro, lo que era absolutamente justo. Luego había dado a luz a una niña, que ahora tenía quince años y que se parecía a ella en el color suave, dorado de la cabeza y azul de los ojos, pero cuya cara se veía perturbada por culpa del padre que le habían elegido: las ondulaciones dulces de su cabello se habían convertido en rulos crespos, sus mejillas eran regordetas, su boca grande y los labios excesivamente hinchados. Pero los colores de la madre en las líneas del padre eran como un beso sin pudor, en público. ¿Qué quería ahora de mí tras haberse mostrado tan a menudo fascinada por su marido?
Y esa noche fue la primera vez que creí haber ganado. Anna se hizo más razonable, como si hubiera cambiado de opinión. Y entonces su compañía ya no me disgustó. Podía quedarse. Y me adormecí admirándola, bella y buena, persuadida. Pronto me dormí.
Un sueño atroz. Me hallé en una construcción complicada, pero que pronto comprendí, como si yo hubiera formado parte de ella. Era una gruta vastísima, burda, sin la decoración que la naturaleza se divierte en crear en las grutas y que por eso, seguramente, era obra del hombre. Una gruta oscura, en la cual yo estaba sentado sobre un trípode de madera junto a una caja de vidrio, débilmente iluminada por una luz que consideré como una de sus cualidades: la única luz que había en el vasto ambiente y que llegaba a iluminarme a mí, a una pared compuesta por piedras toscas y, debajo, a una pared de cemento. ¡Qué expresivas son las construcciones del sueño! Se dirá que lo son porque quien las proyectó puede entenderlas fácilmente, lo que es justo. Pero lo sorprendente es que el arquitecto no sabe que las hizo, ni siquiera lo recuerda cuando está despierto y, dirigiendo su pensamiento al mundo del que ha salido y donde las construcciones surgen con tanta facilidad, puede sorprenderse de que allí todo se entienda sin necesidad de palabra alguna.
Yo supe en seguida que la gruta había sido construida por algunos hombres que la usaban para una cura inventada por ellos, una cura que tenía que ser letal para uno de los recluidos (muchos debía haber allá entre las sombras), pero benéfica para todos los demás. ¡Exactamente así! Una especie de religión que necesitaba un holocausto y esto por supuesto que no me sorprendió.
Era mucho más fácil adivinar que, dado que me habían puesto tan cerca de la caja de vidrio en la que la víctima debía ser asfixiada, yo era el elegido, el que debía morir, para ventaja de todos los demás. Y ya anticipaba en mí los dolores de la fea muerte que me esperaba. Respiraba con dificultad y la cabeza me dolía y pesaba, razón por la cual la sostenía con las manos, los codos apoyados sobre las rodillas.
Imprevistamente, una cantidad de gente oculta en la oscuridad me dijo todo aquello que ya sabia. Mi mujer fue la primera en hablar.
-Apúrate, el doctor dijo que debes entrar a esa caja.
A mí me parecía doloroso, pero muy lógico. Por eso no protesté, pero fingí no oír. Y pensé: "El amor de mi mujer siempre me pareció tonto". Muchas otras voces gritaron imperiosamente:
-¿Se decide a obedecer?
Entre esas voces distinguí claramente la del doctor Paoli. Yo no podía protestar, pero pensé: "Lo hace para que le paguen".
Levanté la cabeza para examinar una vez más la caja de vidrio que me esperaba. Entonces descubrí, sentada sobre la tapa de la misma, a la novia. Hasta en ese lugar conservaba su perenne aire de tranquila seguridad. Sinceramente, yo despreciaba a esa loca, pero en seguida me advirtieron que ella era muy importante para mí. Esto lo hubiera descubierto también en la vida real al verla sentada sobre ese mecanismo que serviría para matarme. Y entonces la miré moviendo la cola. Me sentí como uno de esos minúsculos perritos que conquistan la vida agitando su propia cola. ¡Una abyección!
Pero la novia habló. Sin ninguna violencia, como la cosa más natural del mundo, dijo:
-Tío, la caja es para usted
Yo debía batirme solo por mi vida. También adiviné esto. Tuve la impresión de poder realizar un enorme esfuerzo sin que ninguno se diera cuenta. Exactamente como antes había sentido en mí un órgano que me permitía conquistar el favor de mi juez sin hablar, descubrí en mí otro órgano, que no sé qué era, para batirme sin moverme y, de ese modo, asaltar a mis adversarios que no estaban en guardia. Y el esfuerzo logró de inmediato su efecto. He aquí que Giovanni, el gordo Giovanni, estaba en la caja luminosa sentado en una silla de madera similar a la mía y en mi misma posición. Estaba doblado hacia adelante, por ser la caja demasiado baja, y sostenía los anteojos con la mano, para que no se le cayeran de la nariz. Pero así tenía el aspecto de estar tratando un negocio y de haberse quitado los anteojos para pensar mejor sin ver nada. Y, en efecto, aunque sudado y muy agitado, en vez de pensar en la muerte vecina estaba lleno de malicia, como se notaba por sus ojos, en los que descubrí el mismo esfuerzo que poco antes había hecho yo. Por eso no podía sentir compasión por él, porque le temía.
También Giovanni lo logró. Poco después en su lugar apareció Alberi, el alto, flaco y sano Alberi, en la misma posición que había adoptado Giovanni, pero empeorada por las dimensiones de su cuerpo. Estaba doblado en dos y habría despertado realmente mi compasión si, aparte de su agitación, no hubiera descubierto también en él una gran malicia. Me miraba de abajo a arriba con una sonrisa algo malvada, sabiendo que solamente dependía de él no morir en esa caja. Desde lo alto, la novia volvió a hablar:
-Ahora, ciertamente, le toca a usted, tío.
Silabeaba las palabras con gran pedantería. Y sus palabras fueron acompañadas por otro sonido, muy lejano, muy alto. A causa de ese sonido prolongado, emitido por una persona que rápidamente se movía para alejarse, comprendí que la gruta terminaba en un corredor escarpado que conducía a la superficie de la tierra. Era sólo un silbido pero un silbido de consenso, y provenía de Anna, que me manifestaba una vez mas su odio. No tenía el valor de revertirlo con palabras porque yo, realmente, la había convencido de que ella había sido mas culpable que yo. Pero la convicción no sirve para nada cuando se trata de odio. Todos me condenaban. Lejos de mi, en alguna parte de la gruta, a la espera, mi mujer y el doctor iban y venían e intuí que mi mujer estaba resentida. Agitaba vivazmente las manos declamando mis errores. El vino, la comida y mis modos bruscos con ella y con mi hija.
Yo me sentía atraído hacia la caja por la mirada de Alberi, que me observaba triunfal. Me acercaba a ella lentamente con la silla, pocos milímetros por vez, pero sabía que cuando estuviese justo a un metro de ella (así era la ley) de un solo salto estaría preso y boqueando.
Pero todavía había una esperanza de salvación. Giovanni, perfectamente repuesto de la fatiga de su dura lucha, había aparecido junto a la caja, a la que él no podía temer pues ya había estado dentro (esto también era ley allí abajo). Se mantenía erguido en plena luz, mirando a Alberi que boqueaba y amenazaba, y a mí, que me aproximaba lentamente a la caja.
-¡Giovanni! Ayúdame a mantenerlo adentro... Te daré dinero -aullé.
Toda la gruta tembló por mi grito y pareció una carcajada de burla. Comprendí. Era vano suplicar. En la caja no debía morir ni el primero que había entrado, ni el segundo, sino el tercero. Esta también era una ley de la gruta que, como todas las otras, me arruinaba. Además era duro tener que reconocer que no había sido creada en ese momento para dañarme precisamente a mí. También era el resultado de esa oscuridad y de esa luz. Giovanni ni siquiera respondió y se encogió de hombros, para manifestarme su dolor por no poder salvarme y por no poder venderme la salvación.
Entonces volví a gritar:
-Si no puede ser de otro modo, tomen a mi hija. Duerme aquí al lado. Será fácil.
Estos gritos también fueron devueltos por un eco enorme. Estaba trastornado, pero volví a gritar para llamar a mi hija:
-¡Emma, Emma, Emma!
Y del fondo de la gruta llegó, efectivamente, la respuesta de Emma, el sonido de su voz tan infantil aún:
-Aquí estoy, papá, aquí estoy.
Me pareció que no había contestado en seguida. Entonces hubo un violento trastorno que creí debido a mi salto dentro de la caja.
Volví a pensar:
"Siempre lenta esa hija cuando se trata de obedecer".
Esta vez su lentitud me arruinaba y me sentía lleno de rencor.
Me desperté. Este era el trastorno. El salto de un mundo al otro. Tenía la cabeza y el busto fuera de la cama y me habría caído si mi mujer no hubiese acudido a sostenerme. Me preguntó:
-¿Soñaste?
-Y luego, conmovida-: Invocabas a tu hija. ¿Ves cómo la amas?
Primero me ofusqué por esa realidad en la que todo me pareció falseado y desnaturalizado. Y le dije a mi mujer que también debía saber todo:
-¿Cómo podremos lograr que nuestros hijos nos perdonen por haberles dado esta vida?
Pero ella, simplona, dijo:
-Nuestros hijos están muy felices de vivir.
La vida, que entonces sentía como verdadera, la vida del sueño, me ofuscaba y quise proclamarlo:
-Porque ellos todavía no saben nada.
Luego callé y me mantuve en silencio. La ventana, junto a mi cama, empezaba a iluminarse y ante esa luz sentí de inmediato que no debía contar el sueño, porque era necesario encubrir la afrenta. Pronto, como la luz del sol siguió invadiendo, tan azulada y calma, pero imperiosa, la habitación, ni siquiera sentí ya esa afrenta. Mi vida no era la del sueño y no era yo el que movía la cola ni el que, para salvarse, estaba a punto de inmolar a su propia hija.
Pero había que evitar el regreso a esa horrenda gruta. Y fue por eso que me volví dócil y, voluntariamente, me adapté a la dieta del doctor. Cuando tuviera que regresar a aquella gruta no por mi culpa, es decir, no por las libaciones excesivas, sino por la última fiebre, saltaría inmediatamente a la caja de vidrio, si todavía estaba, para no mover la cola y para no traicionar.