lunes, 13 de septiembre de 2010

Rampa, Lobsang - El tercer ojo


— ¡Oéh! ¡Con cuatro años ya, no es capaz de sostenerse sobre un caballo!

¡Nunca serás un hombre! ¿Qué dirá tu noble padre?

Con estas palabras, el viejo Tzu atizó al pony -y al desdichado jinete- un buen trancazo en las ancas y escupió en el polvo.

Los dorados tejados y cúpulas del Potala relucían deslumbrantes con el sol. Más cerca, las aguas azules del lago del Templo de la Serpiente se rizaban al paso de las aves acuáticas. A lo lejos, en el camino de piedra, sonaban los gritos de los que daban prisa a los pesados y lentos yaks que salían de Lhasa. Y también sonaban por allí los bmmm, bmmm, bmmm de las trompetas, de un bajo profundo, con las que ensayaban los monjes-músicos en las afueras, apartados de los curiosos.

Pero yo no podía prestar atención a estos detalles de la vida cotidiana.

Todo mi cuidado era poco para poder mantenerme en equilibrio sobre mi rebelde caballito. Nakkim pensaba en otras cosas. Por lo pronto, en librarse de su jinete y poder así pastar, correr y patalear a sus anchas por los prados.

El viejo Tzu era un ayo duro e inabordable. Toda su vida había sido inflexible y áspero, y ahora, como custodio y maestro de equitación de un chico de cuatro años, perdía muchas veces la paciencia. Tanto él como otros Se ponían aquellas hombreras abultadas para hacer aún más imponente su aspecto, se ennegrecían el rostro para resultar más feroces y llevaban largos garrotes que no vacilaban en utilizar en cuanto algún malhechor se les ponía a mano.

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